viernes, 13 de julio de 2007

Pájaros

A veces nos juntamos en el jardín, bajo la sombra alargada del instituto y contemplamos, sentados sobre el césped, la sucesión de amaneceres y ocasos. Las palabras crecen lentas, las conversaciones se dilatan durante meses. Los primeros años hablábamos sobre él, especulábamos a gritos sobre las causas, incluso planeábamos venganzas que nunca pudimos ejecutar. Los deseos se disolvieron en el tiempo. Ni siquiera podemos arrancar la hierba, que permanece intacta y flexible. Sus leves raíces están atadas a la tierra.
Ayer pasé horas contemplando una brizna, con la sola compañía de un anciano negro y desnudo. Tenía el vientre cosido con hilo negro y silbaba un viejo blues. El tallo verde permanecía inmóvil, añorando la brisa que plegó su dorso, manteniendo un equilibrio imposible. Le pregunté por los pájaros que, cuando era mortal, buscaban semillas y pequeños insectos entre las raíces de los robles. Algunas mañanas me detenía en la puerta, cerraba los ojos y escuchaba sus trinos, lentamente disueltos por el crecimiento de la mañana
- ¿Por qué nosotros no tuvimos tanta suerte? ¿Por qué pudieron escapar?
No respondió. Siguió mirando hacia el cielo, recorriendo las hebras de los nimbos. Nubes negras, que permanecerán eternamente en el límite de la tormenta.

miércoles, 11 de julio de 2007

La llegada

La bala atravesó la columna vertebral y reventó los ventrículos. La transmisión al córtex fue instantánea. Se cancelaron las funciones superfluas -la lengua se desplazó hasta el paladar, borrando las palabras apenas pronunciadas- en un intento vano de preservar lo primordial. La estrategia no pudo aliviar el desgarro del corazón. Caí sobre una taquilla de acero. El golpe causó más dolor que el disparo. Además abandonó un moratón sobre la ceja derecha que rompió el equilibrio de mi rostro. No atravesé ningún túnel blanco, ni contemplé mi vida en fotogramas vertiginosos. Lentamente se desplegaron los párpados y me deslicé en la oscuridad.
Desperté ajena al dolor. Desde el corredor de las taquillas se contempla el esplendor del jardín. El césped se dobla en el horizonte. Su dominio sólo se altera por la amplia sombra de los robles y los cedros. Vi a Michael, Bobby y la pequeña Alison. Pisaban la hierba juntos y serenos. Sobre sus cabellos lacios se derramaba un largo trazo de sangre. Les rodeaban ancianos encogidos, vestidos con batas blancas, que recibían su paso con carcajadas sucias. Creí que había enloquecido.

lunes, 9 de julio de 2007

Los disparados

No descuiden su ropa de noche. No duerman desnudos, aunque les enorgullezca su esbeltez, la longitud de sus piernas o el tamaño de su sexo. Si desatienden mi consejo no sentirán frío ni calor. Tampoco se agrietarán sus talones, pero se cansarán de las miradas, por muy halagadoras que sean, y no podrán arroparse durante la madrugada. Nuestros muertos suelen vestir con pijamas blancos. En la pechera aparecen cuatro palabras, cosidas con hilo azul, Hospital of Gary. Indiana. Son viejos. Aunque no tosan ni sientan dolor, las arrugas, las manchas negras y el declive de las vértebras se mantienen. Todos quieren volver a morir. Algunos se encierran entre las ruinas y duermen durante años. Luego regresan. Siempre regresan.
Los asesinados formamos la élite. Somos jóvenes y llevamos calzado. Se nos detecta fácilmente. Sobre todo a las víctimas de disparos. Yo tuve suerte. La bala entró por la espalda, abandonando en la camiseta un estampado oscuro que, en los días de verano, parece un sol enfermo, al borde del estallido.


domingo, 8 de julio de 2007

Cuiden su aspecto

No existe el cielo. No existe el infierno. Cuando morimos no desaparecemos, ni siquiera cambiamos de ciudad. Se mantienen los edificios, las autopistas, los parques, las vías del ferrocarril pero por las aceras sólo circulamos los muertos. También por las calzadas, en el más allá no existen los automóviles. Somos miles de millones, no queda espacio para frivolidades. Las calles se actualizan cada treinta años, pero los muertos no. Mantienen durante toda la eternidad el aspecto y la ropa que eligieron el día del viaje. Les recomiendo que vistan con cuidado. Opten por ropas cómodas y elegantes o les ocurrirá, tarde o temprano, lo mismo que a mí. Llevo unos leggings negros y una camiseta rosa, recuerdo de un fin de semana en Hawai, desde hace diecisiete años. Porque aquí, aunque nadie envejezca, existen los días, las noches, las semanas y los meses. No hay sexo. La dirección lo considera inútil. Mi coño es liso como la palma de la mano derecha. Tampoco comemos ni bebemos. Simplemente paseamos, hablamos de tonterías con los desconocidos, recordamos viejos tiempos y tratamos de no desesperarnos. Casi nadie intenta ya suicidarse. Sólo algunos ilusos se lanzan desde los rascacielos, provocando las carcajadas de los paseantes con sus lentos y agradables descensos. Seguiré contándoles y, por favor, cuiden su aspecto.